viernes, 16 de enero de 2015

AROMAS

Como el perro que huele una en kilómetros a la redonda, quien haya ejercido el oficio de mecánico sentirá los aromas que emanan de los talleres. La pimentosa nafta mezclada con los olores del aceite en desuso da como resultado un blend atractivo, aunque la mayoría de la gente no lo comprenda y prefiera el vaho a detergentes baratos que flotan desde un lavadero de ropa. Hacer de mecánico, aún cuando pasen los años y las manos curtidas se transformen en finas piezas de porcelana,  es apasionante pero ingrato. Poner en marcha el ocho cilindros después de haber acoplado con precisión todas sus piezas disueltas y notar que acelera y levanta presión es placentero. Montar un mecanismo simple y probarlo hasta que hace crack por causa de un repuesto vendido con mala intención, genera un malhumor que puede durar hasta el otro día.


¿Cómo puede encender con tanta facilidad es motor maltrecho de una camioneta que visto desde arriba es puro polvo y barro? ¿Qué hace que un viejo Chevrolet del año 1929 siga caminando sobre sus mismos ejes? ¿Por qué razón los amigos coinciden en que el sólo hecho de asomarse al interior de un Pontiac de los ´40 embriaga y transporta al pasado? Duelen los dedos hasta las lágrimas cuando se zafa el martillo un día helado allá abajo, en la fosa. Queman los fierros en los días de enero.  El viento de la ruta da en la cara mientras se conduce un deportivo construido por nuestras propias manos, y eso no tiene precio. Salgo de la oficina donde lo único que husmeo son los papeles y el café recalentado, camino varias cuadras y en el camino, un escape tose desde el interior de un tinglado. Aspiro como si estuviera en un vivero lleno de flores y me acuerdo del día ese, y del otro aquel, en otra época, décadas atrás.