Como el perro que
huele una en kilómetros a la redonda, quien haya ejercido el oficio de mecánico
sentirá los aromas que emanan de los talleres. La pimentosa nafta mezclada con
los olores del aceite en desuso da como resultado un blend atractivo, aunque la
mayoría de la gente no lo comprenda y prefiera el vaho a detergentes baratos que
flotan desde un lavadero de ropa. Hacer de mecánico, aún cuando pasen los años
y las manos curtidas se transformen en finas piezas de porcelana, es apasionante pero ingrato. Poner en marcha el
ocho cilindros después de haber acoplado con precisión todas sus piezas
disueltas y notar que acelera y levanta presión es placentero. Montar un
mecanismo simple y probarlo hasta que hace crack por causa de un repuesto
vendido con mala intención, genera un malhumor que puede durar hasta el otro
día.
¿Cómo puede
encender con tanta facilidad es motor maltrecho de una camioneta que visto desde
arriba es puro polvo y barro? ¿Qué hace que un viejo Chevrolet del año 1929
siga caminando sobre sus mismos ejes? ¿Por qué razón los amigos coinciden en que
el sólo hecho de asomarse al interior de un Pontiac de los ´40 embriaga y
transporta al pasado? Duelen los dedos hasta las lágrimas cuando se zafa el
martillo un día helado allá abajo, en la fosa. Queman los fierros en los días
de enero. El viento de la ruta da en la
cara mientras se conduce un deportivo construido por nuestras propias manos, y
eso no tiene precio. Salgo de la oficina donde lo único que husmeo son los
papeles y el café recalentado, camino varias cuadras y en el camino, un escape
tose desde el interior de un tinglado. Aspiro como si estuviera en un vivero
lleno de flores y me acuerdo del día ese, y del otro aquel, en otra época,
décadas atrás.