En
noviembre de 1985 tuve mi primer auto. Era un Renault 4L del año ´67 azul
grafito, de los que todavía venían con un tablero de instrumentos cuadrado,
minúsculo y negro. Pobre renoleta; la habían gastado de tanto usarla y los
agujeros en la carrocería y piso apenas podían disimularse. ¡Cómo bramaba! El
pequeño motor Ventoux de 845 centímetros sonaba lleno y el caño de escape al
que le coloqué un aislante térmico para no quemar nada, carecía de silenciador.
Mil veces desarmé por completo a mi primer coche, aquel que me costó unos 500
australes, y mil veces lo volví a armar. Ciertos sábados de primavera y verano me
levantaba bien temprano y entre un café y otro izaba el motor con una grúa portátil.
La competencia contra mí mismo comenzaba a las ocho de la mañana y terminaba
cuanto antes. El motor iba a parar a una mesa donde era desarmado por completo
antes del mediodía. Después, torquímetro en mano y con las sondas para calibrar
las válvulas lo armaba y ponía en marcha.
La
noche del sábado estaba hecha para salir y buscar a los amigos, y existía una
ventana de tiempo muy breve entre la puesta en marcha, sacarse la grasa de las
manos, bañarse, cambiarse y salir por las calles hasta la madrugada. En una
ocasión se me ocurrió sacarle los asientos y me encontré con un espacio enorme
y pelado en el que podía quedarme a dormir extendiendo un colchón. Los grillos
hacían vibrar la noche calurosa en mi garaje al aire libre. Un auto, grande o
pequeño, podría ser un lugar para pasar los días. Miré una vez más el espacio
entre techo y piso, y allá a lo lejos el volante. No pude ni imaginarme el
caserón que pudo haber sido del Valiant II de mi papá.
Pero
la historia del Valiant queda para otro capítulo de mi amor por los autos.